miércoles, 19 de junio de 2019

Alguien que me mira más que yo.


         Cuando murió mi tía Benita, me dejó en herencia su pequeño apartamento en el centro de la ciudad a cambio de que no dejara que sus plantas se murieran con ella. Desde entonces, vivo allí sola y cuido de sus plantas. Por las mañanas, trabajo en la biblioteca y, por las tardes, me dedico a las labores de jardinería. El apartamento es minúsculo, sí, pero tiene una terraza gigante. Mi tía llenó con plantas cada hueco, plantas de todos los tipos y colores. Es casi una selva. Es el sitio más bonito que he visto en mi vida, aunque tampoco he ido a muchos, pero me los imagino. Mantenerlas a todas felices me ocupa todo el tiempo, todas las tardes.
 Muchos podrían pensar que es una vida aburrida, pero es una vida tranquila. No me gusta tratar con la gente, estoy bien sola en casa. Tengo una amiga, Sara, con la que me tomo un café todas las mañanas en mi descanso del desayuno, pero poco más. Nunca he tenido novio, por ejemplo. No podría parecerle interesante a nadie ni aunque lo intentara. Yo creo que Sara es mi amiga más por compasión que por otra cosa. Es muy buena Sara. Piensa que mi vida es muy triste y me tiene un poco de pena, yo lo sé, pero no me importa. Es divertido escucharle todas las historias que tiene que contarme cada mañana, es casi como ir al cine.
Hace un par de semanas, sin embargo, mientras regaba la sección noroeste de la terraza, me di cuenta de que hay alguien que me observa. En el ático del bloque de en frente, que lleva años vacío, vuelve a haber luz por las tardes y una silueta misteriosa aparece tras el cristal de una de las ventanas. Al principio, pensé que era algo fortuito, una mera casualidad. Luego, pensé que tal vez admiraba las plantas. Esta majestuosa selva en mitad de la ciudad no pasa desapercibida para nadie. Pero lo cierto es que está ahí todas las tardes, inmóvil, de pie tras la ventana. Cuando salgo a regar, aparece la silueta, y, justo cuando entro en casa y miro a través de las cortinas del salón, ha desaparecido. Es algo extraño y un tanto presuntuoso, pero he llegado a la conclusión de que me está observando a mí.
La verdad es que nunca he tenido espejos en casa. He pasado siempre tan desapercibida para todo el mundo, que he llegado a pasar desapercibida hasta para mí misma. Pero me producía tanta inquietud que hubiera alguien mirándome tan de cerca todos estos días, que antes de ayer fui a comprarme uno. Uno pequeñito, de cuerpo entero, que he puesto en la entrada del apartamento. Ayer, sin ir más lejos, cuando me di cuenta, llevaba más de una hora miroel espejoe pensar que, en efectevaba mAdrid. Pero es que no lo puedo evitar. Creo que es un escritor. DEbe pensar que, en efectándome en el espejo. ¡Qué vergüenza! ¡Qué pérdida de tiempo más grande! Sé que está mal que lo diga, pero en el fondo, me gustó. Fue muy revelador.
Resulta que sigo teniendo las mismas pecas que cuando era pequeña y que, a pesar de mis casi cuarenta, no tengo apenas arrugas. Una vez leí que era importante mantener la cara limpia e hidratada, por salud, más que otra cosa, y la verdad es que esa rutina sí que la tengo. Ahora me miro y me alegro. Lo que sí que creo es que tengo un poco de bigote, pelusilla, más que nada, porque soy muy rubia, pero estoy pensando en llamar e ir a que me hagan la cera, que ahí no me atrevo a hacérmela yo sola y que se me quede la cara toda colorada. También he pensado que quizás debería cortarme un poco el pelo. Cuando me quito la trenza, está demasiado largo y estropeado.
Anda que vaya pava que estoy hecha. Sara lleva años diciéndome que tengo que sacarme algo más de provecho, que me cuide un poquito. Yo nunca le he echado mucha cuenta, la verdad. Porque, a ver, no ha sido algo consciente, por supuesto, pero creo que hace muchos años que me di por vencida con la vida. Con la amorosa, con la social…en fin, con cualquier tipo de vida que requiriese que yo tuviera que cuidarme un poco más. Y, ahora, mírame. Pensando en arreglarme para una silueta medio borrosa que aparece por las tardes en el ático de en frente.
Esta mañana, Sara no ha podido venir al café porque está mala, así que, sin pensármelo mucho, me he acercado a la peluquería que hay al lado de la biblioteca. Me he cortado un poco el pelo y también me han hecho la cera. En el bigote y en las cejas. Casi no me reconozco. Me he puesto un poco nerviosa cuando ha llegado la hora de salir a regar a la terraza. Me he mirado un rato y hasta me he estado acicalando un poco para salir ¿a qué? ¿a posarle a una silueta en una ventana? Ay, por dios.
El caso es que llevo aquí en la terraza un rato y la silueta no ha aparecido. La luz del ático está encendida, pero no se ve a nadie. Hay que ser pava. Me he quitado el brillo de labios y todo del disgusto. Hasta he tenido que sentarme en una silla de cómo me he puesto. Qué vergüenza, con todos los años que tengo. Estaba regando las azaleas y he roto a llorar como una niña pequeña. No lo he podido evitar. Se me han venido las ganas de repente y ¡hala!, toma lágrimas.
Vaya, parece que la luz del ático se ha apagado. Tal vez, va siendo hora de dejarme de tonterías y entrar a preparar la cena. Un momento. ¿Es posible? Creo que están llamando al porterillo.



lunes, 17 de junio de 2019

Un golpe seco.


Durante todo un mes, estuve despertándome en mitad de la noche de un sobresalto, los ojos muy abiertos, muy de repente. Típica escena de película. Saltaba de la cama como un resorte: otra vez la misma imagen. Más allá de la imagen, esa sensación de nuevo, ¡pom!, un golpe seco en el pecho. Había escuchado muchas veces la expresión "un golpe seco" y podía hacerme una vaga idea de lo que significaba, pero nada como experimentarlo para llegar a comprender bien su significado. 
Hace seis meses, tuve un accidente de coche. Tampoco había tenido nunca antes uno. He fantaseado muchas veces, conduciendo por la autovía, que me quedaba dormida, que me adentraba en las adelfas de la mediana sin ningún tipo de control al adelantar a algún camión, que alguien iba demasiado rápido y no le daba tiempo a frenar antes de alcanzar el coche de delante. He fantaseado con accidentes muchas veces, pero nunca antes había sufrido uno.
Llevaba apenas un mes trabajando en mi flamante laboratorio nuevo, cuando surgió la oportunidad de unirme a la retreat de grupo, una suerte de reunión científica consistente en un par de días de convivencia y puesta en común de proyectos e ideas entre todos los compañeros del laboratorio, jefe incluido. Estaba nerviosa, pero estaba deseando. Discutir sobre ciencia, debatir ideas, encontrar respuestas, elaborar preguntas. Ese subidón de adrenalina que me produce una estimulación intelectual importante, me pone incluso un poco cachonda y ya llevaba demasiado tiempo sin hacerlo. Estaba empezando a sentirme un poco oxidada. Era una oportunidad excepcional de volver al ruedo.
Un primer turno de coches saldría el domingo por la mañana y, otro, el domingo por la tarde. Nos íbamos a la sierra. Yo necesitaba quitarme de en medio unos días, salir de la ciudad y de mi cabeza, respirar colores ocre y tierra mojada, así que me apunté al turno matinal. Con suerte y, si no llovía, saldríamos un rato por el campo después de comer carnaca de cerdo ibérico de la mismísima sierra de Huelva en algún restaurante del pueblo. Amaneció lloviendo como si fuera el fin del mundo, pero estaba tan contenta que incluso salí al balcón un momento, antes de salir de casa, para hacerme un selfie de sonrisa del millón de dólares y dejar bien patente en las redes sociales lo feliz que estaba esa mañana. Más tarde, aquel día, pensé que ese podría haber sido el último post de mi vida, que hubiese sido del todo ridículo haber muerto justo después, que habría quedado dando vueltas en la memoria de todos, de forma absurda, eliminando cualquier otro recuerdo que alguien pudiera haber tenido nunca de mí. Una semana después, cerré mi cuenta de Instagram.
En cualquier caso y, a pesar de la lluvia, el turno matinal salió más o menos a la hora prevista, rumbo a la sierra. Dos coches y un destino. Carretera y lluvia. Yo iba sentada en el asiento del copiloto del coche de mi compañera, un Peugeot de segunda mano del año de la pana que me inspiraba cero confianza, pero era un trayecto corto. No pasaría nada. Nunca pasa nada. He fantaseado con accidentes de tráfico desde que tengo el carnet de conducir y nunca había pasado nada. Charlábamos alegremente. Uno de mis compañeros, sentado en el asiento de atrás, iba poniendo música. Clásicos de los 90. Cantábamos, nos reíamos. Estaba empezando a sentirme parte de algo de nuevo. Yo aprovechaba para hacer algún comentario sobre música, tenía esa pequeña necesidad que me surge siempre que llego a un grupo nuevo de demostrar que soy una persona interesante. Después de mi última etapa en el extranjero, tenía un poco de miedo, además, de no volver a encajar. Estaba de vuelta en casa, había encontrado trabajo por fin, estaba feliz. Quería poner todo de mi parte para que esta reciente aventura saliera bien.
Como a mitad de camino, nos paramos a comprar castañas en una venta que no quiso darnos de desayunar a la una de la tarde, porque ¿quién desayuna a esas horas un domingo fuera de la ciudad? Claramente, el brunch no había llegado a Arroyo de la Plata. Todo sucedió de repente, apenas pasados quince minutos. Descubrí por primera vez, para siempre, lo que es un golpe seco. Porque nunca pasa nada…hasta que pasa. Pude ver perfectamente como el coche blanco de la derecha salía del cruce y como el coche blanco que venía de frente se estampaba contra él. Vi perfectamente el "choque frontolateral", como reza el atestado. Supe que no nos daría tiempo de frenar. Nosotros seríamos los siguientes, el siguiente choque frontolateral
Cerré fuerte los ojos como intentando frenar aquello con cualquier tipo de actividad cerebral parecida a un súper poder ¡Pom! El golpe seco. Un fuerte impacto en el pecho. Fundido en negro. Abrí los ojos, como en una vida nueva, que era la misma que antes, pero ya nunca igual.
No podía respirar. La puerta del lado del copiloto no se abría y el coche echaba humo. Sentí angustia, sentí mucho agobio, miedo a que el coche explotara y a morir después de haber sobrevivido. Se escuchaban gritos de dolor, era mi compañero. Ya no nos reíamos ni el ponía música. Ya nadie cantaba. Conseguí salir del coche y lo vi allí tendido, en el suelo mojado de la carretera, con la cabeza apoyada sobre mi otra compañera, la conductora. Ella yacía como ausente, pero no impasible. Nunca olvidaré su cara mezcla de pánico y de culpabilidad. Es raro cómo se transforma el tiempo y cómo, a veces, pareciese como si alguien tuviera el mando a distancia de nuestras vidas y parase y rebobinase a su antojo. Fue una milésima de segundo, como siempre se dice, fue una vida entera.
Hubo un momento en que lo dudé, sentí ese pequeño pellizco entre el pecho y el estómago al verlo en la camilla en la sala de urgencias, pero todos sobrevivimos. Yo solo me partí un pie. El pie derecho, concretamente. Señal de que no solo quise frenarlo todo con la mente, sino con todo mi cuerpo. Acto reflejo, supongo, de quien lleva conduciendo desde que cumplió la mayoría de edad. Los meses de baja y rehabilitación me mantuvieron alejada de mi nuevo flamante laboratorio y retrasaron la incorporación a mi tan deseada rutina. “Qué mala pata”, me decían algunos.






Paulo y Ana, enmienda I.


Paulo se levantó aturdido y agitado. Al despertar, no quedaba nadie en el piso. Tan solo una nota y un manojo de llaves que ahora sostiene en las manos. Ana necesitaba respuestas y, ante su mutismo, se había vuelto al hotel a media noche.
No fue capaz de retenerla. Le rompió el corazón verla partir en silencio, sin hacer ruido, sin montar ninguna escena. Las lágrimas brotaban de su mirada tierna y desesperada de forma natural, apenas podríamos llamarle llanto. Ese respeto y esa dignidad de quien ama con toda el alma lo desarmaba. Le dejaba sin palabras. No había sido capaz de decirle nada de lo que sentía, ni de abrazarla, ni de decirle que se quedara con él para siempre. Él sabía que no podía pedírselo, porque estaba seguro de que ella se quedaría. El deber termina llamando siempre, de forma muy intensa, y la razón se impone aunque pese más es el corazón. Él tenía su vida en su pueblo, al norte, en un país distinto, con su familia, con sus hijos y con su mujer.
Estaba seguro de que Ana desparecería para siempre después de aquella noche, después de tanta cobardía, pero, al levantarse y llegar a la cocina, vio que había dejado sus llaves. Sus llaves y una nota: “Tu casa en el sur, mi corazón”. No sabía qué hacer con todo aquello. El corazón le latía muy deprisa, las manos le temblaban. La luz entraba ambiciosa por todos los rincones de la casa. Esa luz que Ana había dejado en todos los rincones de su alma. Esa luz que no le dejaba pensar con claridad.
Se hizo un café en el silencio de la mañana, dispuesto a no pensar en nada. En la vida, hay quien toma decisiones y cambia de rumbo y quien piensa que siempre es demasiado tarde y es mejor dejarse llevar corriente abajo. Hay quien, así, encuentra aguas torrenciales al principio, excitantes y ensordecedoras, pero que siempre terminan confluyendo en aguas mansas, donde la calma te deja respirar tranquilo, pero raras veces te permite vivir.
Mientras esperaba a que el café terminara de subir, se dio cuenta de que seguía con las llaves colgadas del dedo gordo de la mano izquierda. Tan brevemente y ya habían pasado a ser una extensión de sí mismo.  Una ola de calor le subió por toda la espina dorsal, hasta la cara, hasta acelerarle de nuevo el pulso a ritmo incontrolable. Cerró el puño y abrazó las llaves. ¿Podría volver a casa como si nada después de todo aquello? ¿sería capaz de asumir que todo había terminado? Ana le había dejado sus llaves. Ana estaría esperándolo. Ana, Ana, Ana…Ana era el amor de su vida. Eso es lo único que tenía claro.
Terminó el café y se puso a recoger. Al montarse en el coche, el corazón seguía latiéndole muy deprisa y seguía algo aturdido, pero era hora de marcharse. Tenía que volver a casa, a su vida cotidiana, a su familia. Tenía que recomponer su cara, encontrar de nuevo la careta de siempre, la que no brilla de forma tan intensa como brilla ésta ahora mismo. Resuelto a no pensar en nada más, se convenció de que los latidos irían disminuyendo de frecuencia conforme se fuera alejando de aquel punto de encuentro.
Era un día especial, retorno de vacaciones nacionales. La salida de la autopista estaba completamente bloqueada. Empezó a impacientarse y puso la radio. En las noticias de mediodía hablaban de la operación retorno y de un camión que había volcado a pocos kilómetros de la salida norte. Rogaban paciencia y precaución a todos los conductores. Algunas gotas comenzaron a ensuciarle el parabrisas. Miró al cielo y vio apagarse el día. El tono gris oscuro predecía que aquellas gotas pronto se convertirían en una auténtica tormenta de verano. “Paciencia y precaución”, justo todo lo que le faltaba en ese momento.
Cambió las noticias por un poco de música y comenzó a llorar. Hay pocos momentos en los que un hombre de su generación pueda permitirse llorar en público, prácticamente ninguno. No lloraba nunca a no ser que estuviera solo. Solía refugiarse en el coche con la música muy alta y encender un cigarro, que no se fumaba, cada vez que sentía que el nudo en el estómago reventaría en lágrimas. Ahora, bloqueado en mitad de la carretera, completamente desbaratado, en su coche y a solas, rompía a llorar de nuevo. En el móvil, una llamada perdida y un mensaje de su mujer, pero ni rastro de Ana.
Al cabo de pocos minutos, comenzó a llover con fuerza y él dejó de llorar. Parecía que el atasco comenzaba a disolverse. Por fin podría emprender sin más trabas el camino de regreso a casa.
Llevaba ya varios kilómetros de circunvalación dirección norte y tráfico fluido cuando el chaparrón cesó. Justo a tiempo, levantó la mirada y se encontró de frente con el cartel de salida hacia la autopista del sur. En la radio comenzaba a sonar “Es caprichoso el azar” de Joan Manuel Serrat y sintió que la vida le daba vía libre para tomar una decisión desesperada de último minuto. Al frente o a la derecha. Salida sur: 500m. Respiró profundo, miró hacia el frente, agarró el volante con firmeza, puso el intermitente de la derecha y giró con todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. Enfilaba la autopista del sur con la ilusión de un niño pequeño. Subió el volumen de la radio. La decisión estaba tomada.
Llegó a su destino tres horas después. Callejeó incansable por esa ciudad que le daba la bienvenida con un calor de fuego, a tono con el rojo intenso del atardecer más bonito que había visto en su vida. Dio con el barrio y dio con la calle, casi por instinto. Había dejado el corazón volar y le había llevado directo a ella.
Sabía donde Ana vivía y, más que eso, sabía donde podría encontrarla: en su bar favorito, rodeada de amigos, discutiendo incansable sobre política o sobre la última película que hubiera visto en el cine. Bebiendo cerveza y riendo, con esa risa que siempre recordaba en sus noches más tristes en el norte, sintiéndose completamente vencido al acostarse en una cama vacía, aunque en ella hubiera siempre dos personas.
Bajó del coche y dobló la esquina. La vio a lo lejos, tal y como la había imaginado. Ella lo vio venir y salió corriendo hacia él. No articularon palabra. Los ojos hablaron solos, las sonrisas, los brazos que se encontraron. Paulo y Ana se fundieron en un abrazo y en un beso eterno, casi como en las películas. Casi mejor, como en la vida real.