Muchos podrían pensar que es una vida
aburrida, pero es una vida tranquila. No me gusta tratar con la gente, estoy
bien sola en casa. Tengo una amiga, Sara, con la que me tomo un café todas las
mañanas en mi descanso del desayuno, pero poco más. Nunca he tenido novio, por
ejemplo. No podría parecerle interesante a nadie ni aunque lo intentara. Yo
creo que Sara es mi amiga más por compasión que por otra cosa. Es muy buena
Sara. Piensa que mi vida es muy triste y me tiene un poco de pena, yo lo sé,
pero no me importa. Es divertido escucharle todas las historias que tiene que
contarme cada mañana, es casi como ir al cine.
Hace un par de semanas, sin
embargo, mientras regaba la sección noroeste de la terraza, me di cuenta de que
hay alguien que me observa. En el ático del bloque de en frente, que lleva años
vacío, vuelve a haber luz por las tardes y una silueta misteriosa aparece tras
el cristal de una de las ventanas. Al principio, pensé que era algo fortuito,
una mera casualidad. Luego, pensé que tal vez admiraba las plantas. Esta
majestuosa selva en mitad de la ciudad no pasa desapercibida para nadie. Pero lo
cierto es que está ahí todas las tardes, inmóvil, de pie tras la ventana. Cuando
salgo a regar, aparece la silueta, y, justo cuando entro en casa y miro a
través de las cortinas del salón, ha desaparecido. Es algo extraño y un tanto
presuntuoso, pero he llegado a la conclusión de que me está observando a mí.
La verdad es que nunca he
tenido espejos en casa. He pasado siempre tan desapercibida para todo el mundo,
que he llegado a pasar desapercibida hasta para mí misma. Pero me producía
tanta inquietud que hubiera alguien mirándome tan de cerca todos estos días,
que antes de ayer fui a comprarme uno. Uno pequeñito, de cuerpo entero, que he
puesto en la entrada del apartamento. Ayer, sin ir más lejos, cuando me di
cuenta, llevaba más de una hora mir
ándome en el espejo. ¡Qué
vergüenza! ¡Qué pérdida de tiempo más grande! Sé que está mal que lo diga, pero
en el fondo, me gustó. Fue muy revelador.
Resulta que sigo teniendo
las mismas pecas que cuando era pequeña y que, a pesar de mis casi cuarenta, no
tengo apenas arrugas. Una vez leí que era importante mantener la cara limpia e
hidratada, por salud, más que otra cosa, y la verdad es que esa rutina sí que
la tengo. Ahora me miro y me alegro. Lo que sí que creo es que tengo un poco de
bigote, pelusilla, más que nada, porque soy muy rubia, pero estoy pensando en
llamar e ir a que me hagan la cera, que ahí no me atrevo a hacérmela yo sola y
que se me quede la cara toda colorada. También he pensado que quizás debería
cortarme un poco el pelo. Cuando me quito la trenza, está demasiado largo y
estropeado.
Anda que vaya pava que
estoy hecha. Sara lleva años diciéndome que tengo que sacarme algo más de
provecho, que me cuide un poquito. Yo nunca le he echado mucha cuenta, la
verdad. Porque, a ver, no ha sido algo consciente, por supuesto, pero creo que
hace muchos años que me di por vencida con la vida. Con la amorosa, con la
social…en fin, con cualquier tipo de vida que requiriese que yo tuviera que
cuidarme un poco más. Y, ahora, mírame. Pensando en arreglarme para una silueta
medio borrosa que aparece por las tardes en el ático de en frente.
Esta mañana, Sara no ha
podido venir al café porque está mala, así que, sin pensármelo mucho, me he
acercado a la peluquería que hay al lado de la biblioteca. Me he cortado un
poco el pelo y también me han hecho la cera. En el bigote y en las cejas. Casi
no me reconozco. Me he puesto un poco nerviosa cuando ha llegado la hora de
salir a regar a la terraza. Me he mirado un rato y hasta me he estado acicalando
un poco para salir ¿a qué? ¿a posarle a una silueta en una ventana? Ay, por
dios.
El caso es que llevo aquí
en la terraza un rato y la silueta no ha aparecido. La luz del ático está
encendida, pero no se ve a nadie. Hay que ser pava. Me he quitado el brillo de
labios y todo del disgusto. Hasta he tenido que sentarme en una silla de cómo
me he puesto. Qué vergüenza, con todos los años que tengo. Estaba regando las
azaleas y he roto a llorar como una niña pequeña. No lo he podido evitar. Se me
han venido las ganas de repente y ¡hala!, toma lágrimas.
Vaya, parece que la luz del
ático se ha apagado. Tal vez, va siendo hora de dejarme de tonterías y entrar a
preparar la cena. Un momento. ¿Es posible? Creo que están llamando al
porterillo.