Paulo se levantó aturdido y agitado. Al
despertar, no quedaba nadie en el piso. Tan solo una nota y un manojo de llaves
que ahora sostiene en las manos. Ana necesitaba respuestas y, ante su mutismo,
se había vuelto al hotel a media noche.
No fue capaz de retenerla. Le rompió el corazón
verla partir en silencio, sin hacer ruido, sin montar ninguna escena. Las
lágrimas brotaban de su mirada tierna y desesperada de forma natural, apenas
podríamos llamarle llanto. Ese respeto y esa dignidad de quien ama con toda el
alma lo desarmaba. Le dejaba sin palabras. No había sido capaz de decirle nada
de lo que sentía, ni de abrazarla, ni de decirle que se quedara con él para
siempre. Él sabía que no podía pedírselo, porque estaba seguro de que ella se
quedaría. El deber termina llamando siempre, de forma muy intensa, y la razón
se impone aunque pese más es el corazón. Él tenía su vida en su pueblo, al
norte, en un país distinto, con su familia, con sus hijos y con su mujer.
Estaba seguro de que Ana desparecería para siempre
después de aquella noche, después de tanta cobardía, pero, al levantarse y
llegar a la cocina, vio que había dejado sus llaves. Sus llaves y una nota: “Tu
casa en el sur, mi corazón”. No sabía qué hacer con todo aquello. El corazón le
latía muy deprisa, las manos le temblaban. La luz entraba ambiciosa por todos
los rincones de la casa. Esa luz que Ana había dejado en todos los rincones de
su alma. Esa luz que no le dejaba pensar con claridad.
Se hizo un café en el silencio de la mañana,
dispuesto a no pensar en nada. En la vida, hay quien toma decisiones y cambia
de rumbo y quien piensa que siempre es demasiado tarde y es mejor dejarse
llevar corriente abajo. Hay quien, así, encuentra aguas torrenciales al
principio, excitantes y ensordecedoras, pero que siempre terminan confluyendo
en aguas mansas, donde la calma te deja respirar tranquilo, pero raras veces te
permite vivir.
Mientras esperaba a que el café terminara de
subir, se dio cuenta de que seguía con las llaves colgadas del dedo gordo de la
mano izquierda. Tan brevemente y ya habían pasado a ser una extensión de sí
mismo. Una ola de calor le subió por toda la espina dorsal, hasta la
cara, hasta acelerarle de nuevo el pulso a ritmo incontrolable. Cerró el puño y
abrazó las llaves. ¿Podría volver a casa como si nada después de todo aquello?
¿sería capaz de asumir que todo había terminado? Ana le había dejado sus
llaves. Ana estaría esperándolo. Ana, Ana, Ana…Ana era el amor de su vida. Eso
es lo único que tenía claro.
Terminó el café y se puso a recoger. Al montarse
en el coche, el corazón seguía latiéndole muy deprisa y seguía algo aturdido,
pero era hora de marcharse. Tenía que volver a casa, a su vida cotidiana, a su
familia. Tenía que recomponer su cara, encontrar de nuevo la careta de siempre,
la que no brilla de forma tan intensa como brilla ésta ahora mismo. Resuelto a
no pensar en nada más, se convenció de que los latidos irían disminuyendo de
frecuencia conforme se fuera alejando de aquel punto de encuentro.
Era un día especial, retorno de vacaciones
nacionales. La salida de la autopista estaba completamente bloqueada. Empezó a
impacientarse y puso la radio. En las noticias de mediodía hablaban de la
operación retorno y de un camión que había volcado a pocos kilómetros de la
salida norte. Rogaban paciencia y precaución a todos los conductores. Algunas
gotas comenzaron a ensuciarle el parabrisas. Miró al cielo y vio apagarse el
día. El tono gris oscuro predecía que aquellas gotas pronto se convertirían en
una auténtica tormenta de verano. “Paciencia y precaución”, justo todo lo que
le faltaba en ese momento.
Cambió las noticias por un poco de música y
comenzó a llorar. Hay pocos momentos en los que un hombre de su generación
pueda permitirse llorar en público, prácticamente ninguno. No lloraba nunca a
no ser que estuviera solo. Solía refugiarse en el coche con la música muy alta
y encender un cigarro, que no se fumaba, cada vez que sentía que el nudo en el
estómago reventaría en lágrimas. Ahora, bloqueado en mitad de la carretera,
completamente desbaratado, en su coche y a solas, rompía a llorar de nuevo. En
el móvil, una llamada perdida y un mensaje de su mujer, pero ni rastro de Ana.
Al cabo de pocos minutos, comenzó a llover con
fuerza y él dejó de llorar. Parecía que el atasco comenzaba a disolverse. Por
fin podría emprender sin más trabas el camino de regreso a casa.
Llevaba ya varios kilómetros de circunvalación
dirección norte y tráfico fluido cuando el chaparrón cesó. Justo a tiempo,
levantó la mirada y se encontró de frente con el cartel de salida hacia la
autopista del sur. En la radio comenzaba a sonar “Es caprichoso el azar” de
Joan Manuel Serrat y sintió que la vida le daba vía libre para tomar una
decisión desesperada de último minuto. Al frente o a la derecha. Salida sur:
500m. Respiró profundo, miró hacia el frente, agarró el volante con firmeza,
puso el intermitente de la derecha y giró con todos y cada uno de los músculos
de su cuerpo. Enfilaba la autopista del sur con la ilusión de un niño pequeño.
Subió el volumen de la radio. La decisión estaba tomada.
Llegó a su destino tres horas después. Callejeó
incansable por esa ciudad que le daba la bienvenida con un calor de fuego, a
tono con el rojo intenso del atardecer más bonito que había visto en su vida.
Dio con el barrio y dio con la calle, casi por instinto. Había dejado el
corazón volar y le había llevado directo a ella.
Sabía donde Ana vivía y, más que eso, sabía
donde podría encontrarla: en su bar favorito, rodeada de amigos, discutiendo
incansable sobre política o sobre la última película que hubiera visto en el
cine. Bebiendo cerveza y riendo, con esa risa que siempre recordaba en sus
noches más tristes en el norte, sintiéndose completamente vencido al acostarse
en una cama vacía, aunque en ella hubiera siempre dos personas.
Bajó del coche y dobló la esquina. La vio a lo
lejos, tal y como la había imaginado. Ella lo vio venir y salió corriendo hacia
él. No articularon palabra. Los ojos hablaron solos, las sonrisas, los brazos
que se encontraron. Paulo y Ana se fundieron en un abrazo y en un beso eterno,
casi como en las películas. Casi mejor, como en la vida real.
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