lunes, 17 de junio de 2019

Un golpe seco.


Durante todo un mes, estuve despertándome en mitad de la noche de un sobresalto, los ojos muy abiertos, muy de repente. Típica escena de película. Saltaba de la cama como un resorte: otra vez la misma imagen. Más allá de la imagen, esa sensación de nuevo, ¡pom!, un golpe seco en el pecho. Había escuchado muchas veces la expresión "un golpe seco" y podía hacerme una vaga idea de lo que significaba, pero nada como experimentarlo para llegar a comprender bien su significado. 
Hace seis meses, tuve un accidente de coche. Tampoco había tenido nunca antes uno. He fantaseado muchas veces, conduciendo por la autovía, que me quedaba dormida, que me adentraba en las adelfas de la mediana sin ningún tipo de control al adelantar a algún camión, que alguien iba demasiado rápido y no le daba tiempo a frenar antes de alcanzar el coche de delante. He fantaseado con accidentes muchas veces, pero nunca antes había sufrido uno.
Llevaba apenas un mes trabajando en mi flamante laboratorio nuevo, cuando surgió la oportunidad de unirme a la retreat de grupo, una suerte de reunión científica consistente en un par de días de convivencia y puesta en común de proyectos e ideas entre todos los compañeros del laboratorio, jefe incluido. Estaba nerviosa, pero estaba deseando. Discutir sobre ciencia, debatir ideas, encontrar respuestas, elaborar preguntas. Ese subidón de adrenalina que me produce una estimulación intelectual importante, me pone incluso un poco cachonda y ya llevaba demasiado tiempo sin hacerlo. Estaba empezando a sentirme un poco oxidada. Era una oportunidad excepcional de volver al ruedo.
Un primer turno de coches saldría el domingo por la mañana y, otro, el domingo por la tarde. Nos íbamos a la sierra. Yo necesitaba quitarme de en medio unos días, salir de la ciudad y de mi cabeza, respirar colores ocre y tierra mojada, así que me apunté al turno matinal. Con suerte y, si no llovía, saldríamos un rato por el campo después de comer carnaca de cerdo ibérico de la mismísima sierra de Huelva en algún restaurante del pueblo. Amaneció lloviendo como si fuera el fin del mundo, pero estaba tan contenta que incluso salí al balcón un momento, antes de salir de casa, para hacerme un selfie de sonrisa del millón de dólares y dejar bien patente en las redes sociales lo feliz que estaba esa mañana. Más tarde, aquel día, pensé que ese podría haber sido el último post de mi vida, que hubiese sido del todo ridículo haber muerto justo después, que habría quedado dando vueltas en la memoria de todos, de forma absurda, eliminando cualquier otro recuerdo que alguien pudiera haber tenido nunca de mí. Una semana después, cerré mi cuenta de Instagram.
En cualquier caso y, a pesar de la lluvia, el turno matinal salió más o menos a la hora prevista, rumbo a la sierra. Dos coches y un destino. Carretera y lluvia. Yo iba sentada en el asiento del copiloto del coche de mi compañera, un Peugeot de segunda mano del año de la pana que me inspiraba cero confianza, pero era un trayecto corto. No pasaría nada. Nunca pasa nada. He fantaseado con accidentes de tráfico desde que tengo el carnet de conducir y nunca había pasado nada. Charlábamos alegremente. Uno de mis compañeros, sentado en el asiento de atrás, iba poniendo música. Clásicos de los 90. Cantábamos, nos reíamos. Estaba empezando a sentirme parte de algo de nuevo. Yo aprovechaba para hacer algún comentario sobre música, tenía esa pequeña necesidad que me surge siempre que llego a un grupo nuevo de demostrar que soy una persona interesante. Después de mi última etapa en el extranjero, tenía un poco de miedo, además, de no volver a encajar. Estaba de vuelta en casa, había encontrado trabajo por fin, estaba feliz. Quería poner todo de mi parte para que esta reciente aventura saliera bien.
Como a mitad de camino, nos paramos a comprar castañas en una venta que no quiso darnos de desayunar a la una de la tarde, porque ¿quién desayuna a esas horas un domingo fuera de la ciudad? Claramente, el brunch no había llegado a Arroyo de la Plata. Todo sucedió de repente, apenas pasados quince minutos. Descubrí por primera vez, para siempre, lo que es un golpe seco. Porque nunca pasa nada…hasta que pasa. Pude ver perfectamente como el coche blanco de la derecha salía del cruce y como el coche blanco que venía de frente se estampaba contra él. Vi perfectamente el "choque frontolateral", como reza el atestado. Supe que no nos daría tiempo de frenar. Nosotros seríamos los siguientes, el siguiente choque frontolateral
Cerré fuerte los ojos como intentando frenar aquello con cualquier tipo de actividad cerebral parecida a un súper poder ¡Pom! El golpe seco. Un fuerte impacto en el pecho. Fundido en negro. Abrí los ojos, como en una vida nueva, que era la misma que antes, pero ya nunca igual.
No podía respirar. La puerta del lado del copiloto no se abría y el coche echaba humo. Sentí angustia, sentí mucho agobio, miedo a que el coche explotara y a morir después de haber sobrevivido. Se escuchaban gritos de dolor, era mi compañero. Ya no nos reíamos ni el ponía música. Ya nadie cantaba. Conseguí salir del coche y lo vi allí tendido, en el suelo mojado de la carretera, con la cabeza apoyada sobre mi otra compañera, la conductora. Ella yacía como ausente, pero no impasible. Nunca olvidaré su cara mezcla de pánico y de culpabilidad. Es raro cómo se transforma el tiempo y cómo, a veces, pareciese como si alguien tuviera el mando a distancia de nuestras vidas y parase y rebobinase a su antojo. Fue una milésima de segundo, como siempre se dice, fue una vida entera.
Hubo un momento en que lo dudé, sentí ese pequeño pellizco entre el pecho y el estómago al verlo en la camilla en la sala de urgencias, pero todos sobrevivimos. Yo solo me partí un pie. El pie derecho, concretamente. Señal de que no solo quise frenarlo todo con la mente, sino con todo mi cuerpo. Acto reflejo, supongo, de quien lleva conduciendo desde que cumplió la mayoría de edad. Los meses de baja y rehabilitación me mantuvieron alejada de mi nuevo flamante laboratorio y retrasaron la incorporación a mi tan deseada rutina. “Qué mala pata”, me decían algunos.






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