lunes, 17 de junio de 2019

Trance inducido por la vibración de una nevera.


En el comedor de desayunos del hotel no hay nadie salvo ella. Es la primera habitante de la sala esta mañana. Ella y nadie más. Se siente extraña sin los besos de Juan ni la sonrisa de Clara, pero agradece la calma y el silencio. Si no fuera por la ebullición interior, pensaría que está de vacaciones.
El pelo recién lavado le chorrea por los hombros. Es verano, se consuela con saber que la humedad le salvará del calor atroz que se nos viene encima hoy. Huele a café recién hecho derramado sobre la moqueta. Sobre la barra del buffet, una cesta con pan, otra con tomates y varias botellas con aceite. Junto a la barra, una nevera que vibra. La nevera es pequeña, pero su vibración se hace fuerte entre el silencio más absoluto. Sube de intensidad y se concentra. Para cuando se sienta a desayunar, sola en la sala aún, ha entrado en una especie de trance inducido por la vibración.
Le tiembla el pulso. Intenta concentrarse en cortar el tomate, pero el cuchillo se resbala y le roza la piel. Si se cortase la mano ahora mismo, mientras corta este tomate, si empezara a sangrar y no pudiera controlarlo, si la herida fuese realmente profunda y la hemorragia no parase ni aun apretando la raja, si ahora mismo tuviera un accidente, completamente involuntario, si todo y nada dependiese absolutamente de ella y sólo de ella en este momento, si en vez de cortar el tomate, se cortase la mano, todos sus problemas acabarían en este preciso instante. No le haría falta inventarse ninguna excusa. Alguien vendría a decirle que es de vital importancia que se fuese corriendo al hospital, que necesita puntos, que el corte es demasiado feo. No le daría tiempo de llegar al examen y la culpa no sería suya. Sería algo del todo fortuito. Un accidente. Es cierto que para escribir sólo necesita la mano derecha, pero nadie va a examinarse de unas oposiciones cuando acaban de coserle la mano izquierda, aunque sea diestra. Nadie podría decirle nada en casa. No tendría que darles explicaciones ni a Juan ni a su madre. Sería la mala suerte y no ella, tomando una decisión errónea.
Esta vez, atina a hincarle el cuchillo a la carne equivocada y hace del tomate su primera rodaja. Segunda tentativa bien, tercera tentativa. Tres rodajas. Pongamos que llega al examen, lo suspende. Problema resuelto. Pero, pongamos que lo aprueba y que no saca plaza. O, peor aún, que lo hace. Toda su vida planificada, exactamente igual, de aquí hasta el final. Grapando documentos que no le interesan a nadie, fotocopiando formularios para guardarlos en una carpeta de expedientes desestimados. Ella, que siempre he hecho lo que le ha dado la gana sin rendir cuentas con nadie. Ella, autónoma fracasada.
Toma el cuchillo con algo más de confianza esta vez y aprieta la punta contra la palma de la mano. No siente nada. No es capaz de traspasar la barrera. Tiene más miedo al dolor que a la rutina. El cuchillo vuelve automáticamente al tomate. Cuarta, quinta rodaja. Los turistas del hotel van haciendo su aparición en la sala. Camisas de manga corta y bermudas. Calcetines y sandalias. Se le acaba el tiempo. Se encuentra a dos rodajas de dejar de tener la excusa perfecta.
Respira profundo y fija la vista en su mano y en su futuro. Un empleo de funcionaria está muy bien, pero ella en una oficina no respira. La vibración de la nevera ha sido sustituida en su cabeza por el sonido de una fotocopiadora láser impresora, por el golpe seco contra la mesa de una grapadora último modelo. Ya no sabe distinguir el ruido ajeno de los latidos de su corazón. Ensordecedores, le dan fuerzas para agarrar el cuchillo y, ahora sí, enfila con convicción la palma de la mano. Siente un dolor agudo in crescendo. La piel abierta. El asombro de lo absurdo. Una sensación nueva, cálida y viscosa, comienza a ser real al mismo tiempo que el sonido del móvil la saca brutalmente del trance. El tomate yace entero hecho rodajas sobre el plato, el cuchillo rodó hasta el suelo.
En la pantalla del teléfono aparece Juan, en videollamada, con Clara en brazos, todavía en la cama. Quiere creer que Clara le sonríe y se le ablanda una mueca de madre que no era consciente de que sabía poner, hasta ahora mismo. Le desean suerte para un examen que no quiere hacer, para un trabajo que no quiere tener, pero que es mejor que nada. Ahora que, desde hace un par de años, ya no es ella sola, ahora que hay dos personas más que conforman su mundo y que dependen parcialmente de ella, y viceversa, ha dejado de ser dueña absoluta de sus decisiones.
Su mano chorrea sangre y alguien se acerca a decirle que el corte es un poco feo, que quizás debería acercarse al hospital a que le echen un vistazo. Pero responde que no tiene importancia y se relía una servilleta del buffet del desayuno en su mano izquierda.
A la salida del hotel, la boca del metro. Y a la salida del metro, diez paradas después, la cita que ha estado intentando eludir durante todo el desayuno. Su mano ha dejado de sangrar y se detiene en la farmacia universitaria, a las puertas del campus. Unos cuantos puntos de esparadrapo, una venda estéril y nadie capaz de confirmar que este plan autolesivo y desesperado, urdido bajo el trance inducido por la vibración de una nevera, hubiera podido funcionar en ningún momento.










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