En el comedor de desayunos del hotel no hay
nadie salvo ella. Es la primera habitante de la sala esta mañana. Ella y nadie
más. Se siente extraña sin los besos de Juan ni la sonrisa de Clara, pero
agradece la calma y el silencio. Si no fuera por la ebullición interior,
pensaría que está de vacaciones.
El pelo recién lavado le chorrea por los
hombros. Es verano, se consuela con saber que la humedad le salvará del calor
atroz que se nos viene encima hoy. Huele a café recién hecho derramado sobre la
moqueta. Sobre la barra del buffet, una cesta con pan, otra con tomates y
varias botellas con aceite. Junto a la barra, una nevera que vibra. La nevera
es pequeña, pero su vibración se hace fuerte entre el silencio más absoluto.
Sube de intensidad y se concentra. Para cuando se sienta a desayunar, sola en
la sala aún, ha entrado en una especie de trance inducido por la vibración.
Le tiembla el pulso. Intenta concentrarse en
cortar el tomate, pero el cuchillo se resbala y le roza la piel. Si se cortase
la mano ahora mismo, mientras corta este tomate, si empezara a sangrar y no
pudiera controlarlo, si la herida fuese realmente profunda y la hemorragia no
parase ni aun apretando la raja, si ahora mismo tuviera un accidente,
completamente involuntario, si todo y nada dependiese absolutamente de ella y
sólo de ella en este momento, si en vez de cortar el tomate, se cortase la
mano, todos sus problemas acabarían en este preciso instante. No le haría falta
inventarse ninguna excusa. Alguien vendría a decirle que es de vital
importancia que se fuese corriendo al hospital, que necesita puntos, que el
corte es demasiado feo. No le daría tiempo de llegar al examen y la culpa no
sería suya. Sería algo del todo fortuito. Un accidente. Es cierto que para
escribir sólo necesita la mano derecha, pero nadie va a examinarse de unas
oposiciones cuando acaban de coserle la mano izquierda, aunque sea diestra.
Nadie podría decirle nada en casa. No tendría que darles explicaciones ni a
Juan ni a su madre. Sería la mala suerte y no ella, tomando una decisión
errónea.
Esta vez, atina a hincarle el cuchillo a la
carne equivocada y hace del tomate su primera rodaja. Segunda tentativa bien,
tercera tentativa. Tres rodajas. Pongamos que llega al examen, lo suspende.
Problema resuelto. Pero, pongamos que lo aprueba y que no saca plaza. O, peor
aún, que lo hace. Toda su vida planificada, exactamente igual, de aquí hasta el
final. Grapando documentos que no le interesan a nadie, fotocopiando formularios
para guardarlos en una carpeta de expedientes desestimados. Ella, que siempre
he hecho lo que le ha dado la gana sin rendir cuentas con nadie. Ella, autónoma
fracasada.
Toma el cuchillo con algo más de confianza esta
vez y aprieta la punta contra la palma de la mano. No siente nada. No es capaz
de traspasar la barrera. Tiene más miedo al dolor que a la rutina. El cuchillo
vuelve automáticamente al tomate. Cuarta, quinta rodaja. Los turistas del hotel
van haciendo su aparición en la sala. Camisas de manga corta y bermudas.
Calcetines y sandalias. Se le acaba el tiempo. Se encuentra a dos rodajas de
dejar de tener la excusa perfecta.
Respira profundo y fija la vista en su mano y en
su futuro. Un empleo de funcionaria está muy bien, pero ella en una oficina no
respira. La vibración de la nevera ha sido sustituida en su cabeza por el
sonido de una fotocopiadora láser impresora, por el golpe seco contra la mesa
de una grapadora último modelo. Ya no sabe distinguir el ruido ajeno de los
latidos de su corazón. Ensordecedores, le dan fuerzas para agarrar el cuchillo
y, ahora sí, enfila con convicción la palma de la mano. Siente un dolor agudo in
crescendo. La piel abierta. El asombro de lo absurdo. Una sensación nueva,
cálida y viscosa, comienza a ser real al mismo tiempo que el sonido del móvil
la saca brutalmente del trance. El tomate yace entero hecho rodajas sobre el
plato, el cuchillo rodó hasta el suelo.
En la pantalla del teléfono aparece Juan, en
videollamada, con Clara en brazos, todavía en la cama. Quiere creer que Clara
le sonríe y se le ablanda una mueca de madre que no era consciente de que sabía
poner, hasta ahora mismo. Le desean suerte para un examen que no quiere hacer,
para un trabajo que no quiere tener, pero que es mejor que nada. Ahora que, desde
hace un par de años, ya no es ella sola, ahora que hay dos personas más que
conforman su mundo y que dependen parcialmente de ella, y viceversa, ha dejado
de ser dueña absoluta de sus decisiones.
Su mano chorrea sangre y alguien se acerca a
decirle que el corte es un poco feo, que quizás debería acercarse al hospital a
que le echen un vistazo. Pero responde que no tiene importancia y se relía una
servilleta del buffet del desayuno en su mano izquierda.
A la salida del hotel, la boca del metro. Y a la
salida del metro, diez paradas después, la cita que ha estado intentando eludir
durante todo el desayuno. Su mano ha dejado de sangrar y se detiene en la
farmacia universitaria, a las puertas del campus. Unos cuantos puntos de
esparadrapo, una venda estéril y nadie capaz de confirmar que este plan
autolesivo y desesperado, urdido bajo el trance inducido por la vibración de
una nevera, hubiera podido funcionar en ningún momento.
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